Semejante statu quo deviene en una lamentable miseria espiritual e intelectual, pues la democracia también adquiere sus tenebrosas formas de tiranía por paradójico que suene y resulte.
Para esclarecer tales afirmaciones rebosantes de audacia pero no menos ciertas, sugiero analizar minuciosamente aunque no exento de brevedad el hipotético progreso al que se ha visto sometido Occidente ( elevado como el altanero paradigma de dicha realización ) durante los aproximadamente dos últimos siglos.
Dada mi expuesta intencionalidad, me valdré del paralelismo retórico-histórico para su fácil ilustración.
Antes de que los franceses cortaran la cabeza a su Rey hecho trascendental por antonomasia, los diferentes individuos que componían la sociedad eran conocidos y reconocidos por lo que representaban, extendiendo las miras de esta realidad se podría aseverar que en la mayoría de los casos, entonces, por lo que eran. Los bienes de los integrantes de tan estratificada sociedad eran un mero reflejo de su hereditaria condición.
Después de que los franceses cortaran la cabeza a su Rey hecho trascendental por antonomasia, los diferentes individuos que componen la sociedad son ( salvo vacilaciones históricas ) conocidos y reconocidos por lo que poseen, extendiendo las miras de esta realidad se comprueba cómo las tornas sencillamente se invierten sin garantizar la consumación global del tan manido “progreso”. En virtud de lo cual se deduce que en la modernidad de grandes masas la condición del individuo viene determinada única y exclusivamente por su patrimonio, ya saben ustedes, no hay Don sin din…
El mundo antiguo rendía pleitesía a la divina Providencia cuyo dogma velaba con mayor o menor precisión por la pretendida ( aspecto de por si milagroso ) integridad moral en un justo equilibrio de ese binomio de concepción tan moderno como lo es la correlación derechos-obligaciones para con los diferentes estamentos. Sin embargo con la modernidad enraizada la única Providencia que se parece vislumbrar hegemónica en el hoy demoníaco panteón es la diosa Pecunia.
¿ Y qué conclusiones merece todo esto ?, no se precipite querido lector en juicios previos susceptibles de una incipiente hilaridad, pues no pretendo obviar los evidentes progresos que supusieron la susodicha decapitación, ya que nacer con dignidad nobiliaria no aboca inexorablemente a la excelencia precisamente porque los verdaderos talentos son naturales y no se ven condicionados en última instancia por el pedigrí con independencia del elevado rango de éste. No olvidemos aquellas palabras tan oportunas de Felipe II sobre su hijo y sucesor Felipe III , ” Dios que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de gobernarlos. “, lo que da pie a aceptar la certeza de que la sociedad de génesis estamental queda viciada desde su propia naturaleza. Las sociedades de auténtica legitimidad universal son las, en su estricto y etimológico sentido de la palabra, aristocráticas ( véase aristocracia como el gobierno de los mejores ). Desarrollemos esto último.
La jerarquía es una imposición de la propia naturaleza de toda sociedad, esto es innegable, pero el esqueleto jerárquico bajo ningún concepto ha de ser arbitrado por los ” derechos ” de sangre, sino por los sagrados criterios de meritocracia y excelencia. Contemplando esta tesis se demuestra tanto la halagüeña magnitud de la revolución, en efecto, como asimismo se descubre el impertinente escollo en su conclusión, dando lugar a las más escandalosas contradicciones del llamado “progreso”. Veamos…
Porque el escollo al que hago alusión no es otro que “El drama de nuestro tiempo deriva de la capacidad de democratizar absolutamente todo menos la virtud, o mejor dicho, el sentido de la misma.” Para ejemplificar se podría decir que el hecho de democratizar la educación desembocó en que ” jamás la cultura estuvo a disposición de tantos y en posesión de tan pocos”, la cultura sigue siendo pues cuestión de minorías, a golpe eso sí , de guillotina.
La revolución como he dicho fue halagüeña en planteamientos, pero perversa en sus sanguinarias ejecuciones. Ejecuciones que extirparon de raíz el sentido de virtud lo que supuso indudablemente el sonoro fracaso de la causa.
Como consecuencia se dibuja ese panorama tan actual en el que nuestros jóvenes o lo que es peor, los progenitores de nuestros jóvenes hallan la motivación para que sus niños estudien en la deplorable y paupérrima pretensión de que las rentas futuras de su prole superen las de ellos, nada importa si estos sujetos lucen en la madurez al igual que ellos mismos como unos perfectos paletos. Estos botarates no reparan en aquello de ” quien estudia por supervivencia queda condenado al más eterno analfabetismo”.
¿ Acaso no es el ” no hay Don sin din ” el epígrafe de la modernidad ? ¿ del triunfante capitalismo ?, ¿ la tragedia de una época que como diría un apóstol de la belleza y mártir de la excelencia “conoce el precio de todo pero el valor de nada ” ?
No se confundan, porque en estas tinieblas de socialismo bastardo, es el elitismo intelectual y espiritual el único elemento capaz de ennoblecerlo.
Elitismo urbano
Tal declaración de intenciones va sucedida de manera ineludible y por exijencias de un cierto sentido de la integridad, la dignidad y aspectos de similar envergadura de una selectiva materialización de las cosas desde el instante que se desciende hasta los planos terrenales del mundanal rudio. Los verdaderos filósofos son aquellos cuyo legado representa la novela de su propia existencia y el retrato de su personalidad, la hipocresía de los que no cumplen tan elevados preceptos les relega a la insignificancia intelectual. Es de obligada presencia para los individuos de aspiraciones nobles aquello de que ” la docencia no se predica con la palabra sino con el ejemplo, la trascendencia de Jesucristo no fue por sus parábolas sino por su milagrosa capacidad de convertir el agua en vino durante las bodas de Caná” , y se ha de añadir que Sócrates el revolucionario Rosbespierre de la filosofía no escribió jamás una sola línea.
Consciente, y por consiguiente consecuente, hallaré mi serenidad emocional cauteloso en mis recomendaciones y caprichoso en mis recuerdos.
El Ateneo Mercantil de Valencia es un monumento al elitismo urbano, un generoso Cáritas protector frente a las miserias mundanas . Desde su programación su proselitismo es más que patente, los innumerables conciertos, exposiciones, conferencias, convierten a sus salones en la pasarela de la gente más respetable de la ciudad.
La labor intachable de su presidenta Carmen de Rosa a quien es un gusto tratar, favorece mucho a semejante estado de cosas, su visión y gestión da como resultado un óptimo equilibrio entre una fiel tradición con la solera de la institución y una armonía con los derroteros de los tiempos.
Entre lo presenciado rememoraré presentaciones de libros como los de Paco Lloret y Ferrán Garrido, entregas de premios como los de Sociedad Civil, así como las más folclóricas proclamaciones de sus reinas o la presentación del calendario Art en Blanc de la mano de su responsable Josep Lozano.
Con Carmen de Rosa y uno de los distinguidos galardonados de la última edición de los premios Sociedad Civil, Quiquo Catalán.